Nuestra relación con el tiempo puede ser opresiva o liberadora: todo depende de los ojos y las expectativas con que miremos el pasado, el presente y el futuro.
Vivimos insertos en el tiempo: ser persona es existir en la historia y desarrollarse a través de las etapas que nos marcan los años. Y es saludable plantearnos qué relación tenemos con el tiempo: con el pasado, con el presente y con el futuro. Estas tres dimensiones de la existencia pueden convertirse en dictaduras opresivas o en hermosos regalos, según el modo que cada uno tenga de relacionarse con ellas.
El pasado puede ser una dictadura, una losa pesada que nos aplasta e impide crecer, cuando está repleto de sufrimiento y somos incapaces de soltar amarras y desvincular nuestro hoy y nuestro mañana de ese ayer sembrado de momentos dolorosos. Es frecuente que personas con una historia sombría y penosa vivan sometidas por el recuerdo de las heridas que sufrieron, y se sientan definidas, maniatadas y subyugadas por este pasado que quisieran olvidar, pero no pueden borrar de su memoria.
En otros casos, el pasado puede ser una dictadura cuando ocurre lo contrario y, en vez de ser fuente de malos recuerdos, está lleno de alegrías. Haciendo memoria del gozo y de la dicha saboreados, algunas personas pueden encadenarse a ellas, y caer en una nostalgia enfermiza que les impide disfrutar del presente o tener sueños ilusionantes de futuro, pues viven intentando repetir obsesivamente, una y otra vez, lo que ya pasó: puesto que mis mejores años son los que ya quedaron atrás, se dicen, debo hacer todo lo posible para reproducirlos. Esta preocupación nostálgica y fútil nos frena, nos frustra y nos impide ver las posibilidades que nos brindan el presente y el futuro.
Otras personas viven inmersas en la dictadura del presente, cuando se empecinan en conseguir que hoy sea el mejor día de sus vidas. Hoy es cuando debo experimentarlo todo, se dicen: el ayer no cuenta, porque ya se fue… y el mañana es incierto; por lo tanto, lo único real es este momento, es ahora, y ahora es cuando debo realizarme al máximo. En vez de concebir el presente como un momento más entre lo ya vivido y lo que está por venir, algunos pueden concebirlo como el escenario urgente de una plenitud impostergable. Y es verdad que el ayer ya se ha ido y que el mañana es incierto, pero vivir sin tenerlos en cuenta, magnificando y exaltando el presente como lo único que importa, empobrece nuestra perspectiva. La dictadura del presente (la auto imposición de pensar que hoy debo lograr todos mis sueños) nos convierte en personas sujetas a la inmediatez de este preciso instante, desprovistas tanto de la sabiduría que ofrece la meditación acerca de todo lo vivido como de la esperanza que nos invita a cultivar lo que aún está por venir. La obligación de conseguir que el presente sea perfecto, maravilloso y estimulante es una quimera (y, como tal, una fuente de frustración). Habrá ratos en que el ahora será bello, hermoso y placentero, y habrá “ahoras” decepcionantes, incómodos o dolorosos. “Hoy” no puede ser constantemente mi mejor día.
El futuro también puede ser una dictadura, cuando van pasando los años, vamos acumulando vivencias de todo tipo y, sin embargo, nos obstinamos en creer que lo mejor todavía está por venir. Desdeñamos pasado y presente apostando toda nuestra felicidad a un mañana que anticipamos indudablemente luminoso. ¿Y si no lo es? ¿Y si lo más bello o estimulante o profundo de tu vida no yace en el futuro, sino en el pasado? No se trata de dejar de soñar o de renunciar a tener proyectos; sí se trata de agradecer lo ya vivido y rechazar esa dictadura del futuro, esa obligación de vivir siempre proyectándonos hacia lo que vendrá. Se trata de rechazar el sutil engaño de creer a pies juntillas que lo importante, significativo y relevante de nuestro periplo todavía está por suceder. Puede que sí, o puede que no: tal vez aquel viaje de hace unos años, o aquella lectura apasionante que terminé ayer, o aquella conversación, o esa amistad, o este momento de profunda intimidad con alguien o este abrazo ya vividos serán lo más hermoso que te deparará tu biografía. La eterna expectativa respecto a lo que vendrá puede impedir que disfrutemos con sosiego de las riquezas del presente y que valoremos en su justa medida las alegrías del pasado.
Nuestra relación con el tiempo, en definitiva, puede ser dolorosa: es muy posible caer bajo la dictadura del pasado, del presente o del futuro cuando convertimos a una de estas dimensiones en la única que importa (olvidándonos de las demás), y, a sobre, le pedimos algo que no puede darnos.
Pasado, presente y futuro, por el contrario, pueden ser una inagotable fuente de alegría, un don estupendo y un regalo maravilloso cuando los concebimos como un todo interconectado (el pasado es una dimensión del presente, decía William Faulkner) y cuando le pedimos a cada uno aquello que realmente nos ofrece.
El pasado es un regalo cuando logramos asumir que todo lo vivido (desde lo más hermoso a lo más triste) es escuela de aprendizajes, incluidos los conflictos y sinsabores que un día nos hicieron sufrir. Y los años que dejamos atrás son un don cuando conseguimos aceptar estos sufrimientos de ayer como parte de nuestra biografía… una parte de nuestra biografía que, si bien preferiríamos no haber experimentado, ahora podemos integrar en nuestra comprensión de la vida, conscientes de que todo (desde lo más alegre a lo más funesto) contiene aprendizajes válidos. El pasado también es un regalo cuando entendemos que, si bien lo hermoso y estimulante que un día vivimos no debe convertirse en motivo de nostalgia, sí puede ser motivo de satisfacción, y es saludable conservar como auténticos tesoros los recuerdos de tantas personas que en su día nos acompañaron, de tantos momentos gratificantes que hoy miramos con hondo agradecimiento. El pasado es un regalo cuando lo entendemos como la tierra donde ha madurado nuestra identidad, el taller donde se ha forjado lo mejor de nosotros, la historia llena de enseñanzas que nos equipa para vivir el presente y el futuro con más sabiduría, sin repetir errores, con serenidad. En vez de mirar al pasado como aquello a lo que siempre estamos obligados a volver (ya sea porque en él sufrimos heridas que aún nos duelen, o porque deseamos recuperar lo bueno que nos dio), es posible vivir agradeciendo las experiencias acumuladas: sin negarles su importancia, ni atribuirles un papel exagerado. El pasado sí es el artífice de nuestra identidad, pero nada nos impide soltar amarras de sus aspectos más tóxicos o liberarnos de una nostalgia que nos frena y nos priva de entregarnos con entusiasmo al presente y al futuro.
El presente es un regalo cuando (sin exigirle que cada instante sea el más bello, el más feliz o el más rico que hayamos vivido) lo entendemos como el ámbito en el que podemos tomar plena consciencia de estar vivos, y tomar consciencia asimismo del mundo que palpita a nuestro alrededor. El presente es también el espacio de creatividad donde podemos llevar a cabo algo nuevo; el territorio donde, sin olvidar el pasado, nos podemos superar y tal vez alcanzar alguna cota de madurez hasta hoy desconocida. El presente es el ámbito donde podemos ser plenamente libres, el ahora en el que es posible poner todo lo vivido al servicio de un esfuerzo renovado por sintonizar plenamente con nuestro entorno, con los demás, con nuestra interioridad… y con Dios. Porque, mirado desde la fe, el presente es el momento en que se manifiesta el “hoy” de Dios, ese hoy que nos invita a entender lo que estamos viviendo ahora mismo como el escenario en el que el Padre nos muestra su cercanía y su amor, el “hoy” que anunció Jesús en la sinagoga de Nazaret después de leer el rollo de Isaías: «Hoy se ha cumplido este pasaje que habéis oído» (Lc 4, 21).
Y el futuro es un regalo cuando, sin dejar de ser conscientes de su fragilidad y de las incertidumbres que lo rodean, lo vislumbramos como el horizonte donde tal vez aún nos será entregada la posibilidad de crecer, de seguir buscando el sentido de nuestro paso por el mundo, de descubrir nuevas lecciones sobre la vida, sobre los demás o sobre uno mismo. El futuro es el territorio de la esperanza, es el ámbito del que podemos esperar nuevos inicios, nuevos encuentros y nuevos proyectos. El futuro es el lugar donde podemos intuirnos mejores, libres de las miserias que ayer nos limitaron, que tal vez hoy todavía nos empequeñecen. El futuro nos invita a soñar.
Nuestra relación con el tiempo puede ser opresiva o liberadora: todo depende de los ojos y las expectativas con que miremos el pasado, el presente y el futuro.